]Efemérides y saldos[
Para Adalberto García López, por el obsequio, por el rito de paso
Encontrar hoy a una persona que vea a un escritor como algo más allá de una criatura de feria, puede ser algo tan especial como hallar agua en Marte.
Bradbury se define a sí mismo con una frase que me encanta: “soy esa rareza de feria: el hombre con un niño dentro que lo recuerda todo”.
Juan José Rodríguez
ALEJANDRO GARCÍA
La isla en llamas. Cómo se hace un escritor (México, 2012, Instituto Sinaloense de Cultura, 110 pp.) de Juan José Rodríguez es un libro con, me atrevo a decir, dos preocupaciones fundamentales: la literatura y la vida. O tal vez sería mejor decir la literatura como oficio con obligaciones internas y externas, intra y extra literarias y, por lo anterior, su inserción en la vida, donde los dos temas se unen y se confunden. Tan sencillo, tan Pero Grullo, como el derecho y el revés de un guante.
El volumen abre con una reflexión sobre la importancia del lenguaje en textos sagrados. El hombre, en su afán por sobrevivir y transformar en su beneficio el entorno, encuentra en la palabra diversas aplicaciones misteriosas, entre ellas las del conjuro del peligro o de la consecución de satisfactores o de la despedida de los muertos. Algo ha de haber que medie y contribuya con su poder a detener las fuerzas colosales que amenazan a cada paso. Poco a poco se refinará el uso y poco a poco se desprenderán las cosas de una base común en una especie de big bang de desprendimiento y especialización. A veces el dominio de la palabra, de la memoria, del poder te hará temible y otras veces te hará sospechoso. La historia se moverá entre la exaltación y la negación siempre, pero allí irán el escritor moderno y contemporáneo y sus variantes: lector, crítico, creador.
Amón-Ra no se muestra muy contento con ese invento y pronostica que los hombres se volverán menos inteligentes con la capacidad de leer y escribir.
De bases tan nobles y controversiales se nutre el ser sensible que se convertirá en escritor, que deberá padecer la ortografía, los vaivenes en la apreciación del oficio: observancia de reglas, ruptura de ellas, estilos breves o arborescentes, temáticas intimistas o comprometidas socialmente, técnicas nemotécnicas o dependientes de las fuentes; los instrumentos materiales para llevarla a cabo: pluma y papel, máquinas de escribir, computadoras.
Juan José Rodríguez (Mazatlán, 1970), quien nos ha entregado notables obras narrativas (Asesinato en una lavandería china, El gran invento del siglo XX, Mi nombre es Casablanca, La novia de Houdini) desde la década de los 90, construye aquí una muy buena prosa donde desde su posición de hombre del siglo veintiuno enhebra las líneas constituyentes de la literatura y de sus implicaciones. En la lectura está el origen del escritor, en la observación, pero también en la sensibilidad por el lenguaje y por la música: lo mismo la gama que va del cultismo a la palabra del mercado, que va de los tambores de la guerra a las notas musicales, del marcar el paso a la interpretación de una sinfónica. Y está también en la metáfora del hablar ordinario, base de esa prolongación de la palabra, y en la gran metáfora que es la obra literaria. Por ejemplo el viaje, por ejemplo la isla. El autor se detiene en ese doble juego de la inmensa novela de aventuras de Jonathan Swift que es Los viajes de Gulliver, ese mundo al revés que colisiona con Irlanda, con Inglaterra y con Francia, con los papistas y con los anglicanos, con los religiosos y con los librepensadores. La isla que es el hombre, el individuo, razona, contrasta, proyecta, corrige, se equivoca, propone nuevamente. Y continúa con sus nuevos hábitos, lee la historia de un hombre colérico, la de una mujer que distrae a sus pretendientes o la de un detective que busca una figurilla de halcón en las tripas del capitalismo. Si el libro ha sido robado o producto de una andanza infantil, es sólo la cereza del pastel.
El lector Rodríguez se transforma en un hacedor de historias, en un contador, y muta de la oralidad de compartir la experiencia al brinco de la escritura, donde la realidad de letras y palabras se convierte en andamio que empieza a vivir por sí mismo, a fantasma que se convierte en dueño de la vida de personas, sean lectores o no. A veces da un respiro y juega, provoca, con los esqueletos. Da sus razones. Por qué escribimos:
1. Hacer literatura es lo más parecido a soñar despierto.
2. Sólo escribir no garantiza hacer un ente literario.
3. Hacer en el sentido que le gustaba a Borges.
4. No escribir todo para que emerjan en el sentido de Pessoa.
5. Que la rutina de la escritura se mezcle con la psique del demiurgo.
6. Una vez publicado el libro correrá el riesgo de vivir o morir.
7. Leer es literatura. El lector es literatura.
Con esto último da la vuelta a la situación, el oficio tiene requerimientos que van mucho más allá de su enunciación y de su despliegue, pero aquí lo importante para mí es el regreso a la vida, sólo para decirnos que nunca nos hemos salido de ella, que los autores deben priorizarla:
La literatura puede ser tu vida paralela, pero nunca debe ser el centro de tu vida, salvo que ya seas un gran maestro o su familia no necesite quien la mantenga o la entretenga.
Puede escribirse para sufrir y purgar el sufrimiento o para hacer sufrir al lector o paras las dos cosas. Pero en el origen está la diversión, el interés, ese morbo aún no corrompido que nos llama a tocar lo desconocido, lo que viene envuelto en palabras y que lo mismo nos habla de escritores que cambiaron su nombre, que de otros que lo alargaron o lo acortaron, que lo mismo se desentendieron pronto de la literatura que asumieron su riesgo a horas tardías o que lo hicieron día con día en trayectorias longevas, bien en posiciones cómodas dentro de su casa o de su sociedad o en excursiones donde se jugaron el pellejo. Escritores que tuvieron mascotas y diversiones y que pusieron a aquéllas nombres solemnes, de famosos personajes o los más simples e intrascendentes.
Juan José Rodríguez retoma a Bradbury y su juego: ¿Qué libro eres? Buena pregunta en estos tiempos de lectura extensiva. Más comúnmente nos preguntan qué personajes quisieras ser. Sin duda, viniendo la propuesta de Bradbury, tendrá uno que decir que uno que esté a salvo de los bomberos o que esté en la memoria de uno de los conservadores de libros, pero ¿cuál? Para quien a duras penas recuerda un título no tiene opción, para el que roba citas y plagia sin misericordia sin duda no hay título a la vista. Son dos caminos donde el libro sería conjunto vacío. ¿Con qué lo lleno? Mejor llenar el tiempo con el verdadero desafío, hacer de la experiencia de lectura un asunto de reflexión y de la literatura un camino que se comparte y que a todos nos implica. El autor nos da sus pistas, pero ante todo nos da algo que es para todos: el no perder la inocencia y la espontaneidad, la franqueza y el arrojo. Si la literatura es parecida a la vida y además es parte de la vida, qué mejor que utilizarla para nuestro beneficio y nuestro placer, como un niño que al hablar y nombrar descubre el mundo y, si somos observadores, nos lo redescubre a nosotros.