PORFIRIO MUÑOZ LEDO
Las generaciones posteriores a la Revolución Mexicana fuimos educadas en el respeto y aun en el culto a la Constitución de 1917. Su singularidad como la primera en el mundo que añadía a la tradición liberal del siglo XIX las normas de justicia social, era motivo suficiente para ello. Se añadía además el carácter fieramente nacionalista de algunos de sus principios cardinales, que rechazaron mediante el asedio político las grandes potencias de entonces. La reacción hostil de los grupos conservadores internos reafirmaba su prestigio.
Hacíamos caso omiso de sus inconsistencias técnicas, derivadas en gran parte por los enfrentamientos y la premura del Constituyente y originadas en mucho por la yuxtaposición de dos concepciones jurídicas distintas. Al paso de los años el contenido original de la Constitución fue gradualmente modificado y adulterado según las necesidades de cada período sexenal: casi todas con el propósito de fortalecer el presidencialismo y de someter a los poderes locales.
Para su cincuenta aniversario, en 1967, había ya crecido en los círculos académicos la convicción de que era indispensable estabilizar el texto constitucional y reducir su excesiva maleabilidad. Escribí entonces un ensayo sobre las reformas introducidas a la Carta Magna y detecté 181. Propuse desde esa época la revisión integral del texto constitucional. Otros sugirieron la vuelta a la versión original.
La instauración del neoliberalismo y la abierta suplantación- en la letra y en la práctica- de las normas en que se había fundado el “nacionalismo revolucionario”, hicieron coincidir a las corrientes progresistas en el imperativo de democratizar el conjunto de nuestras instituciones públicas, a fin de promover una profunda transformación política y social. En el primer programa de la Revolución Democrática de 1989, promovimos el proyecto de una nueva constitucionalidad para el país.
Diez años más tarde, en la creación del Movimiento Nueva República, declaramos que nuestra propuesta central era la elaboración de una nueva Constitución que concretara la transición democrática emprendida e inaugurara un tiempo nuevo en la historia de México. En 1997, cuando se instaló la primera mayoría de oposición en la Cámara de Diputados, encomendamos a la Comisión de Estudios Legislativos una minuciosa encuesta entre facultades de derecho y asociaciones de abogados sobre las reformas pertinentes a la Constitución. Se recibieron encuestas para modificar 122 artículos: el 90 por ciento del total.
En el año 2000, con motivo de la primera alternancia en el poder ejecutivo, se estableció la Comisión de Estudios para la Reforma del Estado que tuve el honor de presidir. Participaron más de 150 especialistas que coincidieron en 184 propuestas puntuales. Sugerimos un método para la reforma integral de la Constitución, mediante la introducción de un transitorio que habilitara una comisión bicameral responsable de procesar esos cambios y darles curso conforme a los procedimientos previstos en la propia Carta Magna. El Ejecutivo la hizo suya, pero difirió el proyecto y luego lo abandonó en el naufragio pragmático que englutió el proyecto democrático.
Las deformaciones constitucionales incalificables que emanaron del “Pacto por México” y la peligrosa deslegitimación de las instituciones del Estado vuelven indispensable retomar el propósito reformador, como piedra de toque de la reconciliación nacional y del salvamento de la identidad nacional. El establecimiento de una Cuarta República mexicana, que desde hace mucho tiempo hemos preconizado, parece obligado en las vísperas del primer centenario de la Carta de Querétaro.
En lugar de una campaña electoral marcada por las descalificaciones personales, el desorden ideológico y el desconcierto ciudadano resulta urgente aglutinar las demandas sociales y las agendas transformadoras mediante la deliberación pública que conduzca a un nuevo pacto social. El suceso histórico que protagonizará la Ciudad de México a través de su Asamblea Constituyente debiera ser el detonante de la restauración federalista y la prueba de que un nuevo acuerdo fundamental entre las instituciones políticas y económicas del país y los componentes de la sociedad es posible.
La responsabilidad del Constituyente capitalino en esta tarea será definitiva para la renovación de la confianza de los mexicanos en su futuro. Lo esencial es trocar el desencanto y la frustración colectiva en madurez ciudadana. Abrir el paso a la esperanza y a la concordia que permitiría el arribo a una nueva República.