]Efemérides y saldos[/Alejandro García
Es muy complicado adivinar si uno hace lo correcto, ¿quién fija ahora el comienzo y el final de esos límites? Nadie les cree a los políticos ni a las iglesias. Hasta las buchonas y los narcos estamos hasta la madre de esta porquería de país donde cualquiera es un cómplice y estamos coludidos en tantas muertes.
Juan José Rodríguez.
En la corte del rey Arturo no eran muchos los caballeros de verdad corteses y ni siquiera los medianamente educados. Balín el Salvaje, por ejemplo, comienza sus andanzas cortándole la cabeza a una dama frente al rey y toda su corte. El rey se indigna, por supuesto, pero no hace otra cosa que expulsarlo de su presencia; y Galván (sir Gawain, en inglés), que luego será conocido como el Caballero de las Doncellas, culmina su primera aventura presentándose ante esa misma corte con la cabeza cercenada de una dama colgándole del cuello. Ambos dan buena fe del “ardimiento” del caballero; esto es, de la bravura y valentía que los hace acometer la aventura que les venga, como les venga, “sea a vida o a muerte”. No son éstos, pues caballeros que se detengan mucho a meditar, ni sopesar en verdad las consecuencias de sus actos, pues para ellos una victoria en el campo de las armas equivale a la primacía moral del vencedor.
Francisco Segovia
Lady Metralla. Una novela de buchonas. (México, 2017, B, 227 pp.) de Juan José Rodríguez (Mazatlán, 1970) es una obra construida con capítulos breves, ágil, de humor ligerito, a ratos conversacional, otros más reflexiva, que gana pronto la cooperación o de plano la complicidad del lector y lleva a un permanente juego mental, (pone a bullir a las células espejo) entre lo que uno sabe o cree saber del mundo del narco y la realidad textual se desprende del referente etiquetado y comienza a moverse y a mover al decodificador bajo sus reglas.
Narrada por Carolina, la protagonista, cuenta su llegada a Culiacán desde un pueblo sinaloense, la pérdida violenta, brumosa, de sus padres, los cuidados y la inculcación de una idea de la vida por parte de la abuela, su primer trabajo como empleada de un cibercafé, su asociación con Adrián, vendedor de joyas y deseoso de entrar a otros campos (de todos ellos es expulsado al ser tiroteado en el bulevar Juan S. Millán), su entrada al negocio, su éxito como ejecutiva de un salón de fiestas infantiles y su relación con El Rojo, cabeza visible del mundo del narcotráfico durante cierto tiempo, las traiciones de una y de otro con gentes muy cercanas (Milany, su mejor amiga, con el Rojo; Rodolfo, el guardaespaldas, con Carolina), el posicionamiento de un Cartel de la Güilas, al cual no pertenece, pero al que ayuda y cómo ella, Lady Metralla, Carolina Lobo, responsable de los actos de otros en la zona donde se difumina lo ilegal y se torna legal, consigue detectar los diversos niveles de comunicación de la aparición de cadáveres sobre los cenotafios de sus padres y cómo logró hacer su propia estrategia de salvación, aunque quién sabe.
Vamos, de pronto uno puede comprar este libro pensando en cotejar el mundo de cruce de informaciones que padece sobre el tema con la ventaja de que la literatura no deja la huella letal de la crónica (para el periodista el escrito le puede costar el pellejo o la tranquilidad, pensemos en Saviano; la nota sobre el asesinato de Javier Valdez Cárdenas, nos lleva a calles, nombres, vidas perdidas. El bulevar Juan S. Millán de Rodríguez pertenece a la literatura, la calle Vicente Riva Palacio de Valdez acaso guarda micras de su ADN), nos puede hacer pensar en el morbo del consumo de un poco de sangre a la manera de los entremeses en la corte de Arturo, en donde como señala Segovia la caballería fue una serie de prácticas despiadadas que encontraron su expresión narrativa o literaria hasta convertirse en subgénero literario. Toda la épica en sus orígenes escurre sangre y cráneos atravesados o machacados. La épica moderna no es menos violenta, sólo que el género ha cambiado de piel. Y también puede uno como lector conflictivo en pensar en esto de una literatura del norte o del noroeste o del narcotráfico.
La primera impresión al tomar el libro Lady Metralla. Una novela de buchonas es de que uno se quedará atrapado en alguna de estas cuestiones coyunturales. Por fortuna, creo que en mi caso pronto me enteré que se trataba de eso, de allí se nutría, pero que se escapaba con buenos argumentos y era algo más. Empezaré por decir que la obra, pese a su brevedad, o tal vez por eso mismo, acota los espacios del lector, lo deja que se expanda en su comunidad de evidencias, pero al cortar pronto, lo reintegra al camino por la novela trazada, que es la vida y opiniones de esta mujer, parte pícara, parte dura de una realidad que la pone constantemente a salto de mata, pero ya no es la referencialidad o el mundo exterior el que dicta, será poco a poco el mundo imaginario el que diga por dónde ir.
No es casual que aquí no aparezcan los grandes capos sinaloenses o los jefes de los carteles tan conocidos en diarios y vida cotidiana de las últimas décadas. El centro de la trama es la relación amorosa entre Carolina y El Rojo, asumiendo que ella es buchona,
“es una mujer que vive o al menos aparenta pertenecer al mundo del narcotráfico. Es de rigor guapa, cuerpazo natural o esculpido por varias cirugías; cabello muy largo y lacio con un tono oscuro para resaltar la blancura y la belleza de la cara”.
Carolina no ha sido tocada por el bisturí, ha sufrido una positiva transformación al terminar la adolescencia, es una digna representante de las mujeres culichis, ésas que atraviesan e iluminan la avenida Obregón, el famoso Amper de que habló Nakayama, sólo que ésta ya ha sido adornada tanto por las ganancias de las joyas que vende, primero, como por su presentabilidad gerencial, los vehículos en que se traslada y la obligación de estar a la altura del deseo de su pareja.
La novela va construyendo su propia referencialidad, su propio código de lectura, alejándose de la realidad que nos ha llevado a ella. De esta manera acerca más al lector, porque lo lleva a otro mundo, ciertamente confortable, y habla de personas de medio pelo en la maquinaria criminal, elementos que constantemente son de recambio. Una de las virtudes de la inserción de diálogos es tanto la claridad en la expresión que busca una comunicación sin equívocos, como la expresión velada de los personajes. Tras la franqueza norteña, tras lo claridoso de los sinaloenses se inculcan expresiones no se dejan meter a esas preguntas francas. No se admite ser jefe o responsable de nada, a menos que se haya roto la barrera de las desconfianzas y celadas. También hay instrucciones, celos, amenazas, consejos, cierre de cuentas. En el diálogo cotidiano los personajes se guardan algo, ocultan algún aspecto, conviven sin revelar el secreto.
La economía de episodios contribuye a que la vida del lector se vaya sometiendo a lo que se da dentro de la obra literaria. Esto no es poca cosa, porque a estos textos llega uno cargado de informaciones y de opiniones. Volvamos un poco a los estilos faulkneriano y hemingwayeano. En el primero la subordinación contribuye a una arborización en donde la complejidad busca no convertirse en confusión y apela a los bordes. Si a la temática de ese magma llamado narcotráfico le agregamos una construcción tipo Faulkner, el grado de arborización será todavía mayor. En cambio, el estilo de Hemingway, de oraciones cortas, de situaciones contiguas, hace que uno encuentre la complejidad en la unión total y la reparta en sus componentes. Ahora bien, cuando a una información arborescente, le ponemos estructuras cortas, es más probable que se vaya acomodando lo complejo y el resultado será más a la medida de la lectura en el momento mismo de realizarla. Y lo mismo sucede con estos capítulos breves, donde nuestra información queda corta, no se acomoda y entonces el texto opera en su funcionalidad, hace lo que le dé su real gana. Es un poco como convertir la pesadez en ligereza desde la escritura y vía la lectura. En conclusión, por diversas vías, Juan José Rodríguez consigue que leamos y vivamos el narcotráfico desde su novedad, desde una base que pueda decirnos cosas diferentes.
Por ejemplo, a todas luces es claro que ya no se trata de eliminar un mal social. Hay ramas legales que tiene su raíz en lo que de manera simplificada se llama delincuencia. Es común oír en esas sociedades que una viuda o un padre de pocos recursos saca adelante a su familia con los cultivos o su tráfico. Se puede estar en una fiesta en donde se es parte de operaciones de lavado de dinero. Así que el canto o el corrido o la misma novela de casi veneración de los héroes de la mariguana o la cocaína pueden ser sólo una burbuja dentro de un mundo que se sataniza por focos del poder, muchos de ellos ya también operando gracias al apoyo de grandes corporaciones de origen oscuro. La tarea pues es larga para el escritor.
Carolina es una mujer hermosa y lo sabe y lo presume: “Comprobé no sólo que era guapa, sino que también estaba buenota. Y eso aquí es como sacarse la lotería. Jamás imaginé que yo iba a tener cara, cuerpo y vida de buchona”, quienes se le acercan están en los límites del mundo tan perseguido y tan mitificado. No son la punta de la pirámide, porque éstas también caen, pero sobre todo porque el relato cercano está en otros, mucho más parecidos a los que escriben y leen estas historias.
La novela divierte, pero nunca es light, interesa, pero nunca nos satisface por el lado de un morbo amarillista. Detrás de esa vida hay toda una cordillera de intereses, de otras vidas, de modelos económicos, de vencedores y vencidos. Por lo pronto podemos acercarnos a Carolina y tomar con cierta sonrisa aquella historia de que El Rojo se embadurnaba el rostro con la sangre de sus víctimas. En el Medioevo se llevaba la cabeza del agresor a la dama y ésta la entregaba al rey. En Escocia se manchaba el rostro de los primeros cazadores con sangre de la especies de animales a cazar. Allí estuvo El Rojo de Sinaloa. Lo de hacerlo en México resultaría tal vez superfluo. En la novela, es más magnética la historia de Carolina, mucho más mentirosa literariamente que La Reina del Sur. Y claro, al mismo Rojo lo cazaron sin necesidad de que el capo se embadurnara de sangre. Sólo se dio la orden. A reacomodarse. Al que sigue. O lo que sigue.