Luis Rojas Cárdenas/ A contrapelo
El cuerpo de la mujer era un misterio para los adolescentes de aquellos tiempos. Lo más accesible para admirar las colinas valles y remansos de la piel femenina eran las fotografías publicadas en revistas como él y Caballero, que circulaban con profusión en los salones de clase. En sus páginas se exhibían mujeres con hipertrofia de caderamen y tetamen. Éramos ingenuos, poco sabíamos del significado de las palabras relleno, implante, postizo, polímero o bisturí, pero en nuestras púberes ensoñaciones derramábamos la miel del deseo ante aquellas ilustraciones: “Con esta sí me acabo de criar”, decía babeando un compañero, mientras deslizaba libidinosamente la mano sobre la satinada página olorosa a tinta. “Estos pechos son mejores que los de la Marianne, así hasta dan ganas de hacer una nueva revolución francesa”, decía otro.
Torsos, muslos, senos, caderas y nalgas se mostraban en todo su esplendor, pero el vello púbico en esas publicaciones era algo casi imposible de ver. La censura de la época era feroz. Un compañero de la escuela, sumamente minucioso y dedicado, a petición del grupo, revisaba con lupa y cuentahílos cada imagen plasmada sobre las hojas de papel cuché hasta descubrir difuminadas sombras ocultas o disimuladas por una tela de tul, velos traslúcidos u otras indumentarias tejidas en red que obstaculizaban el libre tránsito de la lúbrica mirada adolescente. Esos rasgos apenas visibles, alimentados por nuestra febril imaginación, daban forma a un enmarañado vellocino que nos desataba el furor de las pasiones juveniles; y, en medio de la soporífera disertación de la maestra de Literatura, poco a poco se escuchaba un cuchicheo in crescendo que se convertía en rumor y luego se transformaba en barullo hasta terminar con la monotonía de la clase: “¡Mira!, mano, a esta güera se le ve bien clarito el peluche. ¡Fíjate bien!, no es rubia natural, es güera oso negro”.
Las fotografías de las revistas no eran suficientes, los adolescentes de aquel tiempo vivíamos obsesionados con la ilusión de admirar la piel de mujeres reales, estábamos deseosos de verlas completamente desnudas en vivo y a todo color. Éramos conformistas, sólo ambicionábamos mirarlas, pues acariciarlas era algo que ni remotamente podíamos imaginar.
Cursé la adolescencia en compañía de mi primo Ramiro. Comúnmente contendíamos en algún reto de la pubescencia y él ganaba la mayoría de las veces, pero cuando perdía no aceptaba la derrota y no reconocía el triunfo ajeno. No sabía perder. Al primer descuido iba por el desquite, y en su actitud revanchista dejaba escapar ciertos humores propios de la venganza. Ambos teníamos prisa por vernos convertidos en adultos. Comparábamos el surgimiento de la pelusa de durazno que nos brotaba en el pubis anunciando la nueva etapa de nuestras vidas (esto lo testificaban otros primos). Presumíamos la formación del bozo que empezaba a hacernos sombra en el rostro. Con una regla nos medíamos el trocito para ver quién lo tenía más grande. Juntos soñábamos con acariciar las téticas de Leticia, su vecina. Me divertía espantarlo mostrándole una hojita de mariguana que portaba como amuleto en mi cartera, no niego que ocasionalmente la incineraba pero posteriormente recuperaba aquel talismán para volver a convertirlo en cenizas. La combustión de la mota nunca la hice en su presencia, porque le había perdido la confianza; pues una vez, cuando me apropié indebidamente de un radio de transistores ajeno, me delató. Sin embargo, su traición no nos distanció. A modo de un inesperado milagro, Ramiro llegaba como vengador justiciero a recuperar cientos de canicas que minutos antes me habían ganado los campeones de mi arrabalero barrio. En el arte de la práctica individual que Guillermo Cabrera Infante denomina amor propio, Renato Leduc define como vicio solitario, otros autoservicio y algunos más simplemente llaman puñeta, echábamos competencias para demostrar que ya teníamos eyaculación; mas, nunca contendimos para averiguar quién tenía mejor puntería al tejernos la chaqueta como si jugáramos rayuela, ni intentamos ver quién lanzaba más lejos la cremosa muestra de virilidad; simplemente apuntábamos a la coladera sin pensar que por el caño se estaba yendo nuestra descendencia, sólo se trataba de una medida preventiva para evitar morir envenenados pues sabíamos que semen retentum venenum est. Más allá de la puerilidad de esos juegos manuales, cada quien desarrolló en lo individual sus propias habilidades en el llamado billar de bolsillo, sin que ninguno alardeara de sus ermitaños triunfos. Empero, en la carambola de mesa jamás pude ganarle un juego de Rosario, siempre me quedaba atorado en la de tres bandas. Como no creo en cosas de pactos con el diablo, imagino que Ramiro tenía una especie de imán en el trasero, y que poseía una extraña fuerza física en el ganapán, porque una vez que tiraba y a la bola le faltaban milmillonésimas de milímetro para chocar con la otra, ya sin la inercia del golpe, Ramiro apretaba el trasero con un retorcimiento de todo el cuerpo que parecía estar cascando nueces con las tepalcuanas, y con esa mágica contracción glúteo-ano-rectal que se le extendía hasta los dedos de los pies, como movida por un soplo divino la bola retomaba la fuerza necesaria para anotar la carambola, y así me ganaba el juego. Siempre buscábamos la manera de sortear los obstáculos que nos imponía la edad; en 1974, la Secretaría de Gobernación clasificó la película El exorcista como tipo “C”, es decir, para adultos, vencimos ese obstáculo acudiendo a la última función del cine Tlalpan, donde logramos colarnos; al terminar la función, amedrentados y nerviosos por la trama, caminamos desde el centro de Tlalpan hasta el estadio Azteca porque a esa hora ya no había transporte público en aquel lejano poblado. Charlábamos de todo, yo le contaba mi fascinación por la historia de El ahogado más hermoso del mudo, de García Márquez; Ramiro ponía en el tocadiscos Thick as a brick de Jethro Tull, mientras narraba su asistencia a un concierto de Amparo Ochoa en el auditorio de la prepa cuatro. Le gustaba hacer bromas escatológicas, las flatulencias eran el arma favorita de su diversión; hacía un cuenco con la palma de la mano para atrapar una sonora ventosidad y cuando sabía que ya la tenía entre los dedos, acercaba la mano a la nariz de su víctima para compartir la fetidez que llevaba en su interior; alguna vez, con premeditación, alevosía y ventaja, mientras lavaba los trastes, con un grito de urgencia llamó a su hermano Ariel, quien acudió de inmediato con mucha disponibilidad para ayudar; Ramiro, con las manos enjabonadas, pidió que le pasara un frasco que estaba abajo del fregadero. Al momento en que Ariel se agachó para brindar el apoyo solicitado, Ramiro le tiró un estruendoso pedo en la cara que sonó como detonación de dinamita, no sé si Ariel quedó sordo por el estallido pero se veía desconcertado como que un ventarrón le había sacudido la cabellera. Uno lloraba de rabia, mientras el otro lanzaba atronadoras risotadas de maldad (jiar, jiar, jiar, ñaca, ñaca, ñaca, je, je, je, juar, juar, juar, gori, gori, gori, son sólo algunas onomatopeyas de sus risas aviesas). Nadie se salvaba de esos juegos, en una ocasión me hizo vomitar con un hedor tan agrio que me lloraron los ojos. Aun así, no dejábamos de platicar sobre las impresiones de nuestros púberes descubrimientos. Pasamos la adolescencia caminando la ciudad, seguido íbamos a las calles de Pino Suárez y Uruguay a una distribuidora de herrajes para la confección de prendas llamada Ganon, o a la calle de Donceles a vender libros provenientes de los fondos de la Secretaría de Educación Pública. Nos gustaba hacer largas caminatas mientras hablábamos incansablemente, cruzábamos la Ciudad de México a pie de oriente a poniente y de regreso, recorríamos toda la avenida Chapultepec y Fray Servando Teresa de Mier, desde El Palacio de Hierro Durango, en la colonia Roma, hasta la Jardín Balbuena. Así, entre plática y plática, un día decidimos ir a ver pelos.
No recuerdo con exactitud la fecha, pero en aquellos años los vespertinos del Distrito Federal: la 2a. de Ovaciones, Últimas Noticias y El Gráfico, daban cuenta de un choque de trenes en la estación Viaducto del Metro (20 de octubre de 1975); informaban sobre el frustrado intento de secuestro de la hermana del presidente electo, José López Portillo (11 de agosto de 1976); comunicaban la bancarrota del país con la devaluación del peso de $12.50 a $20.60 (30 de agosto de 1976). Lo que sí recuerdo con claridad era la cartelera cinematográfica que anunciaba la película Canoa en el cine Roble (4 de marzo de 1976), y también me acuerdo de que entre la publicidad teatral del Últimas Noticias destacaba el anuncio del burlesque picaresque que se escenificaba en el popular “Teatro Apolo”.
Hoy cualquier niño de párvulos –con celular o tableta– puede conocer los rincones más recónditos de la geografía femenina que antes sólo eran baluartes del conocimiento de proctólogos y ginecólogos. Pero en aquella época, todo lo que sabíamos de la anatomía femenina era de oídas, escuchábamos hablar de espantosas vaginas dentadas capaces de triturar y deglutir monumentales columnas de acero forjado (¿qué podían esperar nuestras insignificantes pirinolas ante tan terribles monstruos?); y de vulvas que hablaban o emitían estruendosos eructos después de alimentarse; se decía que no debíamos ver a las mujeres desnudas porque podíamos preñarlas con la mirada; se aseguraba que la vulva de las japonesas era horizontal y rasgada, como sus ojos; llegué a escuchar de la existencia de vaginas con perrito, entonces me intrigaba si ladraban o mordían, años más tarde me vine a enterar que así se les decía por cierta habilidad desarrollada en el músculo pubocoxígeo; se contaba que con un tirón brusco del vello púbico se podía excitar a las mujeres para dejarlas ganosas con un deseo incontenible al grado de convertirlas en adúlteras violadoras de jovencitos puñeteros; supe también que algunas prostitutas en lugar de vagina tenían una ranura de alcancía, y de otras con un taxímetro en la cabecera de su cama. Sinceramente, esas historias se hacían remolino en mi cabeza y al mirar el lomo de un cochinito de barro ganado en la feria no dejaba de recrear en mi mente escenas que ahora me resultan grotescas.
Lo que antes hacía la censura, ahora lo hace la moda; los jóvenes de hoy tampoco pueden ver los ensortijados pelitos de axilas y pubis femeninos, pues la rasuradora con su filo antiséptico ha talado inmisericorde los míticos vellones de los sueños húmedos de mi adolescencia. Lo que, de alguna manera, se agradece; pues con la rasurada a ras de piel se erradicó el flagelo de piojos que azotó a mi generación. Gracias a la Gillette, esa plaga ha dejado de ser una preocupación para la juventud actual. Sin embargo, durante la reforestación no dejan de ser molestos los encuentros carnales coronados por el rebrote de los filosos cañutos emergentes: pequeñas púas que se clavan como picas en el indefenso ariete del amor; en fin, en esas modernas justas corporales uno acaba más adolorido que si hubiera metido el instrumento punzogoteante en un panal de abejas enloquecidas.
Era época de posadas. Hacía frío y yo estaba empapado en sudor por los nervios. Ramiro y yo íbamos solos, únicamente nos acompañaba la curiosidad y la lujuria. Caminamos por calles oscuras y lóbregas que daban una sensación de podredumbre. El “Teatro Apolo” mostraba signos de decadencia, no recuerdo donde se ubicaba aquel galerón, pudo estar en Tlaxcoaque o en Vizcaínas o vaya dios a saber dónde. Sus luminarias me dieron miedo, evidenciaban que todavía no teníamos la mayoría de edad exigida para poder ingresar, y sólo éramos unos chamacos diestros en lavar y exprimir la ropa a mano (sobre todo exprimir), con la frente repleta de barros y espinillas que según creíamos denunciaba nuestro individualizado y solitario espíritu pajuelero. Para entonces, yo ya había sufrido un rechazo a la puerta de un tugurio. Mi iniciación de putañero fracasó en el primer intento. No hacía mucho, había intentado entrar al “Salón Imperio”, un prostíbulo de mala muerte que estaba en la esquina de las calles de Libertad y Allende, en el corazón de la Lagunilla, donde tocaba la Sonora Femenil, un grupo musical conformado sólo por mujeres. Ni con un robusto soborno logré ablandar el rígido criterio del portero. Por eso, frente a la taquilla del “Teatro Apolo”, el temor y la inseguridad se me desbordaron. Creía que de nuevo me iba a quedar con un palmo de narices. “Paga tú que te vez más grande”, dije. “No, mejor tú que pareces mi abuelo”, respondió Ramiro. Me temblaban las corvas. Con los boletos en la mano esperamos a que todos los de la fila se metieran. El boletero nos dejó pasar como si fuéramos dos adultos maduros. Cruzamos una cortina de paño descolorido y polvoso, marchita por el paso de los años. Olía a mugre y sudor rancio. “¿Así huele el sexo?”, me pregunté, pero aquel hedor no era otra cosa que el olor de la miseria. La penumbra del auditorio se sentía espesa, las butacas de madera delataban el abandono del edificio. El piso estaba repleto de chicles pisoteados una y otra vez. Parecía que los pasillos nunca habían sentido las cerdas de una escoba. Había colillas de cigarro regadas por todos lados. Me sentía ansioso por ver desnudas a las vedetes, pero tenía un miedo incontrolable. No quise sentarme en las filas delanteras, seguía temeroso de que nos echaran a la calle sin haber disfrutado los placeres visuales pagados por adelantado. Mis temores me dieron la fuerza para obligar a Ramiro a mantenernos alejados del culto público que se había arremolinado en las primeras filas. La orquesta empezó a tocar. Un saxofón y una trompeta se acompañaban por una batería que sonaba como si estuvieran golpeando sartenes. Mientras subía el telón de terciopelo color mugre y un locutor anunciaba el inicio de uno de los más maravillosos espectáculos del mundo y planetas circunvecinos. La frustración se llevó al precipicio mis expectativas, el espectáculo empezó con sketch donde cómicos y patiños escenificaban grotescas historias que a los concurrentes no nos interesaba ni mínimamente. Aquella escenificación se me hizo eterna, Polo Ortín hacía al personaje protagónico que sufría insomnio y múltiples interrupciones le impedían cumplir con su objetivo de ir “A dormir, a dormir, a dormir”, según decía el libreto. El respetable público abucheaba a los actores y los gritos de “¡pelos!, ¡pelos!, ¡pelos!” no cesaban. Las luces se apagaron, las baquetas redoblaron sobre las tarolas, el maestro de ceremonias anunció a la bellísima, a la sensual, a la incomparable vedete del momento. Una mujer con el vestido cubierto por lentejuelas y chaquiras empezó su ritual estriptis, al ritmo de la música se desnudó poco a poco hasta quedar sólo con zapatillas, sostén y pantaletas (en aquel tiempo no estaban popularizados los calzones de hilo dental), luego de muchos retorcimientos se quitó el brasier y dejó al descubierto dos montañas enormes como el Popocatépetl, cuyas cumbres se conformaban por areolas y erectos pezones rosáceos. Finalmente, luego de mantenernos en vilo sacudiendo sus carnes que empezaban a ceder ante la fuerza de la gravedad de la tierra, con un pataleo se despojó de las zapatillas y finalmente de un golpe se quitó lo que pudo ser una tanga; pero, el movimiento que la dejó en pelotas fue fugaz, duró menos tiempo que lo que tarda un parpadeo, pues de inmediato nos dio la espalda y de súbito se apagó la luz. Me quedé igual que cuando entré. “Le alcanzaste a ver el chocho”, le pregunté a Ramiro. “¡Claro que sí!, hasta se lo olí”, presumió. Luego pasó otra mujer y otro sketch y así hasta que le tocó su turno a la Reina de la Noche, una vedete de piel firme, que representó una posada y en paños menores rompió una piñata. Quedó desnuda por un tiempo más prolongado. Nos dejó ver sin pichicaterías la rubia maleza que protegía su sexo. Durante sus contorsiones, el reflector iluminaba únicamente el velludo pubis de la artista, pero con luz estroboscópica que nos cegaba en lugar de desatar nuestras bajísimas pasiones. Aun así, se llevó las palmas con su actuación y más todavía cuando empezó a lanzar al auditorio calendarios enrollados que previamente se pasaba entre sus tibias regiones íntimas. Ramiro corrió desaforado y frente al escenario saltaba como si quisiera treparse al proscenio junto con una multitud de solicitantes desquiciados por el deseo, pero no alcanzó su almanaque coleado, ni tampoco recibió uno de los pocos besos que aquella mujer inolvidable repartió entre algunos afortunados concurrentes.
Aplastado por la timidez y mi voyerismo frustrado, me hundí en la butaca. Una inmensa tristeza me invadió, en pleno encueradero vine a descubrir el elevado grado de miopía que padezco.