Opinión

20200423 132723 KopieLucía Melgar Palacios/ Transmutaciones

Cimacnoticias

Se dice que México es un país surrealista. De hecho, lo surreal es la capacidad de sus gobiernos para negar la realidad o crear realidades alternas mediante discursos que machacan supuestas verdades o juegan con grandes palabras consagradas a lo largo de un siglo de “posrevolución”: Patria, Nación, Soberanía, Libertad, Pueblo. 

Si alguien dudaba de la continuidad de los malabarismos del poder o de los retruécanos de la oratoria oficial en este 2020, el súbito paso de un país en rojo a uno mitad naranja y la entrada por decreto a la “nueva normalidad”, nos confirman la capacidad creativa de quienes tienen la alta responsabilidad de informar con transparencia y de garantizar los derechos de toda la población, en particular, durante una pandemia, el derecho a la salud.

¿Para qué mirar hacia otros países que ya pasaron por el pico de la pandemia y han ido experimentando con medidas graduales para asegurar, dentro de la incertidumbre, menores riesgos de contagio? ¿Para qué repensar la política económica, como lo han hecho países más y menos desarrollados, para paliar los daños de la cuarentena en la mayoría de las familias, pobres y de clase media, que se han quedado sin ahorros, sin empleo o sin ingresos? ¿Para qué diseñar políticas de prevención de la violencia machista y ofrecer servicios eficaces a mujeres, niños y niñas en riesgo?  México tiene una larga historia de resiliencia, estoicismo o resignación, parecen creer nuestras autoridades y, así, con estoicismo, voluntarismo o fe en la providencia, saldremos de la crisis sanitaria (de la económica ni hablemos).

Estos razonamientos y otros semejantes quizá serían exitosos en una farsa de Garro o Valle-Inclán. No lo son en nuestro contexto porque, detrás de cada cifra diaria que no llega al pico, hay historias terribles de sufrimiento y duelo que los encargados de contar y contarnos la pandemia prefieren ignorar. Tampoco es siquiera digno de parodia el nuevo decálogo presidencial cuando está en juego la salud y la vida de millones de personas. Todavía hoy miles de integrantes del personal médico siguen luchando con recursos insuficientes y de mala calidad por salvar vidas o reducir el dolor de quienes pueden morir porque llegaron tarde, porque no tuvieron acceso al agua, porque no tenían con qué alimentarse “sanamente”, porque la contaminación ya les había corroído los pulmones, porque todas esas “deficiencias” redujeron sus posibilidades de recuperación.

La extensión e intensidad de la pandemia, los daños directos e indirectos que provoca no pueden atribuirse a la “mala voluntad” o “ignorancia” de cada cual: mucha gente ha tenido que exponerse a salir – y enfermarse- por necesidad: por la ausencia de un ingreso básico universal. Mucha gente tendrá que salir y exponerse ahora porque, después de 3 meses, su capacidad económica es ínfima o nula. Plantear que ahora, en plena “meseta” (elevada como nuestros volcanes) lo que corresponde es vivir “sin miedo” y ejercer “nuestras libertades” resulta cuando menos sorprendente: ¿dónde queda el derecho a la salud que el Estado debe garantizar?, ¿dónde el compromiso con la salud pública en México?

Si la salud es o aspira a ser “un estado completo de bienestar físico, mental y social (OMS, 1948), o el grado en que se pueden “satisfacer necesidades” y “relacionarse adecuadamente con el ambiente” (OMS, 1986), tener salud no es mera responsabilidad o decisión individual: las condiciones de posibilidad dependen del entorno.  

Cuando se vive, como mucha gente en México, sin acceso al agua potable, en ciudades y territorios con aire, agua y tierra contaminados; bajo condiciones laborales de explotación, en barrios inseguros, ¿qué posibilidades reales hay de alcanzar una buena salud física y mental? El derecho a la salud y la obligación del Estado de garantizarlo, creando las condiciones necesarias para alcanzar ese estado de equilibrio y bienestar, no pueden borrarse bajo la lógica (¿extrañamente?)  neoliberal que atribuye a la mera responsabilidad individual el grado de salud y bienestar de familias, personas o comunidades en un país con enormes desigualdades, regiones plagadas de violencia extrema y ataques crecientes al medio ambiente y a la vida sustentable.

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