Alejandro García/ ]Efemérides y saldos[
Hubo un periodo más desagradable hace un par de años. Mi padre estaba consciente de que la memoria se le esfumaba. Pedía ayuda con insistencia, repitiendo una y otra vez que estaba perdiendo la memoria. El precio de ver a una persona en ese estado de ansiedad y tener que tolerar sus interminables repeticiones una y otra vez es enorme. Decía: “Trabajo con mi memoria. La memoria es mi herramienta y mi materia prima. No puedo trabajar sin ella, ayúdenme”, y luego lo repetía de una u otra forma muchas veces por hora y por media tarde. Era extenuante. Con el tiempo pasó. Recobraba algo de tranquilidad y a veces decía:
―Estoy perdiendo la memoria, pero por suerte se me olvida que la estoy perdiendo,
o
―Todos me tratan como si fuera un niño. Menos mal que me gusta.
Rodrigo García.
En los últimos años, Rodrigo García (Bogotá, 61 años) se ha comprometido a transformar algunos libros de su padre en grandes trabajos de cine: es productor ejecutivo de “Noticias de un secuestro” (que produce Amazon Prime y se filma actualmente en Colombia) y de la versión que prepara Netflix de “Cien años de soledad” que sigue en una fase de preproducción). Pero la familia siempre ha sido muy cautelosa con no revelar sus intimidades, por lo que el libro es una pequeña ventana al dolor en la casa de sus padres cuando Gabo vivió sus últimos días. “No somos figuras públicas”, le decía su madre, que vigilaba que la intimidad del hogar no saliera en los periódicos. “Sabía que no iba a publicar estas memorias mientras ella pudiera leerlas”, admite ahora el hijo. Si sus padres pudieran leerlo ahora, dijo Rodrigo en la conferencia de prensa, “me gustaría pensar que estarían contentos y orgullosos, aunque seguro mi madre me diría: ‘que chismosos’”.
Camila Osorio
Luis Buñuel abre su libro de memorias con la evocación de la pérdida de memoria de su madre. Él entraba a su casa y ella lo saludaba sin signos de familiaridad alguna y podía entrar y salir muchas veces y siempre al primer contacto lo saludaba sin que lo reconociera o retuviera siquiera los saludos anteriores. Es la memoria de la madre muerta en la pluma de un gran director cinematográfico. Raymond Carver evoca la figura de su padre y se trata del ajuste de cuentas con una figura inaprehensible (y enorme, pesada) para el hijo, escritor estadounidense de narraciones cortas de suma importancia en esa literatura cercana al fin del siglo XX.
Rodrigo García evoca en “Gabo y Mercedes: una despedida” (México, 2021, Random House, 104 pp.+ilustraciones) las figuras de sus padres en sus últimos tiempos de vida y desde allí retrocede, salta de uno a otro tapiz vital hasta que uno se borra o se desdibuja. Seis años después, en plena pandemia de Coronavirus, el otro tapiz pierde también el bordado. Se trata de un director de cine que despide a sus progenitores (a uno en el año 2014, a la otra en 2020) y escribe un breve libro de memorias que es en realidad varios libros.
Como en Buñuel la pérdida de la memoria está en la cabeza, sólo que no se trata de la madre, sino del padre, y éste se llama, nada más y nada menos, que Gabriel García Márquez. Como en Carver, enuncia algunos de los rasgos incomprensibles en la relación con el padre, también agrega los de la madre. Es la aguda actualidad del yo hijo frente a un padre que se va y una madre que despide al esposo y espera el momento de su propia partida. El hermano menor participa, mas es testigo, no habla, no escribe. Quizás, por el momento no es el libro de un gran cineasta que habla de su padre casi anónimo, como en Buñuel, o el de un escritor que levanta el anonimato de su padre, Carver. Tampoco se trata de una madre tradicional, Mercedes Barcha es la solidaria compañera del escritor, copartícipe de su trabajo y, en buena parte, estratega en el cultivo de su fama, aunque no alcanza la monstruosidad popular del esposo.
En las páginas del libro no está ausente la contención: mantener en la penumbra el desenlace de la vida de un hombre que hicieron famoso y leíble los lectores, después vendrían los críticos y los círculos literarios y académicos a completar la trascendencia de alguien que muy probablemente ocupe el centro de la novelística latinoamericana de la segunda parte del siglo veinte.
Por último, le pedimos a la amiga que acaba de llegar de sus vacaciones familaires, quien es una personalidad de la radio con un gran número de seguidores, que lo anuncie en las redes sociales. En sólo cuestión de minutos los teléfonos de la casa yl os celulares empiezan a timbrar.
Hay otro tipo de contención. Digámoslo de manera breve: las lágrimas. El hijo que ve morir al padre, el hijo que parece en plena racionalidad frente al cobro de la naturaleza a alguien que coquetea ya con la inmortalidad o por lo menos el aprecio de largo aliento en el arte del lenguaje, la literatura. Rodrigo García nos explica cómo contener la invasión del curioso o del ajeno al círculo familiar y cómo mantenerse frío a fin de darle un buen retiro al Premio Nobel 1982, autor de “Cien años de soledad”, “Crónica de una muerte anunciada”, “El amor en tiempos del cólera” y seguramente el lector podrá poner otros títulos y otro orden entre los de su gusto o de su valoración estética. Podrá decirse que tanto Rodrigo como Gonzalo, lo mismo que Mercedes saben que la vida de Gabo está en las últimas y trazan una ruta para tenerlo en las mejores condiciones. Se reparten los hijos las responsabilidades, viajan a México, uno de París (Gonzalo), otro de Los Ángeles (Rodrigo). Entienden que García Márquez debe estar en una habitación especial, donde esté cómodo y no aumente la pena de Mercedes. También están muy claros de que su padre tiene años sumido en las nieblas del olvido. No olvidado él, la gente lo piensa como un escritor en madurez, sino con un cerebro que se niega almacenar el pasado y esa bruma ha ido llegando incluso a la memoria de corto alcance. Vamos, saben que su padre es otro. Cuando les avisan que padece neumonía y que se niega a comer, se disponen a acompañarlo en el tramo postrero. Rodrigo no se queja, narra, rememora, va de algunas pequeñas señas del ausente a la críptica aceptación de lo que viene en Mercedes. Ella se contiene en su dolor, él en esto y en la escritura. Sus capítulos son breves, minimalistas, por eso mi asociación con Carver. Son breves escenas donde no está ausente lo simbólico dentro y junto de las anécdotas, el juego de construcción del cineasta, por eso mi complicidad con Buñuel.
A medida que la aeronave rueda despacio hacia la pista, me abruma repentinamente la claridad con la que puedo sentir que el paso excepcional de mi padre sobre la Tierras ha terminado. Durante el despegue me inunda la tristeza, pero la sincronización inesperada del vacío de la pérdida con la poderosa energía de los motores me reanima.
Rodrigo nos cuenta que el día fatal un pájaro se estrella en uno de los ventanales y muere, eso sucede un jueves santo. El mismo día de la Semana Mayor que murió Úrsula Iguarán, la literatura y la vida se unen en la mirada y el lenguaje de García, retoma las palabras noveladas de su padre: “ese mediodía hubo tanto calor que los pájaros desorientados se estrellaban como perdigones contra las paredes y rompían las mallas metálicas de las ventanas”: un libro que tiene adentro otro libro, un libro de libros desde su brevedad que pausa a pausa nos lleva a la agonía ya no de la mamá grande, sino de su creador, de la novela y del hijo.
Cuando supe de la aparición de “Gabo y Mercedes: una despedida” quise pensar que se refería a algo parecido a “La ceremonia del adiós” (De Beauvoir y Sartre) que, por cierto tampoco es lo que promete en el título. El libro de Rodrigo García es lo que anuncia, sin tener responsabilidad de los desvíos de un lector melodramático como el que esto escribe.
El volumen es una muestra breve documental, fotográfica, de ese universo celosamente resguardado por el patriarca colombiano: Mercedes, Gabriel, Rodrigo, Gonzalo, las nueras, las nietas y nietos, la foto en el jardín del día del anuncio del Nobel y la de treinta años después, la casa, la biblioteca, el día de la partida, los homenajes, los altares.
Es un libro de citas o epígrafes. La primera es una de “Cien años de soledad” donde se alude a la pérdida de las memoria, del recuerdo y a la muerte; la segunda pertenece a “El general en su laberinto” y es el momento último en que se oyen las voces de los esclavos,; el tercero es sobre la suerte de Úrsula Iguarán de la que se habló antes; el cuarto corresponde “El otoño del Patriarca” y el momento posterior al último suspiro, el del despertar de la multitud; el quinto es una referencia de “El amor en tiempos del cólera” donde el capitán mira a Fermina Daza y a Florentino Ariza y descubre lo ilimitado de la muerte y lo limitado de la vida. García se convierte en rastreador de textos de un tal Gabriel García Márquez y lo acompaña en sus vaticinios, en sus paralelismos, en los vericuetos de una realidad temporal que muere y una literatura que hace posible la muerte misma y la somete por un momento o más.
Es el libro sobre un escritor importante del siglo XX que acaso fue el primero en convertirse en un autor de masas o de millones de lectores sin someterse en la fragua de la obra literaria a las exigencias del mercado o del capital. Es el libro de una mujer que acompañó a un Premio Nobel de Literatura y supo administrar los tiempos de tal manera que, por ejemplo, pudieran enviar sólo el volumen del primer tomo del mecanoescrito y esperar a acopiar lo necesario para el envío del segundo. Es el libro sobre dos hijos que dejan sus ocupaciones habituales, viajan al lugar de residencia de sus padres, dividen sus esfuerzos y preparan la partida. En el caso de la madre, la pandemia los obliga a mantenerse lejos, imposibilitados para cerciorarse de su muerte.
Es el libro de un artista en crisis, aunque no lo demuestre, aunque no lo diga así: su padre morirá, después su madre. Habían superado padecimientos graves, la muerte no disculpa. De allí hará un relato en donde combinará géneros y lenguajes y en el que podrá, a través de la palabra, despedirse de Gabriel y de Mercedes. Encuadrará como en el cine, pensará en escenas; cortará frases de autor y hará resonancia con lo que vive; será testigo fiel de acontecimientos y por momentos inventará y rellenará huecos mediante la ficción.
En el fondo de mi mente tengo la inquietud de que tal vez no lo conocí lo suficientemente bien, y sin duda lamento no haberles preguntado más por los detalles de sus vidas, sus pensamientos más íntimos, sus mayores esperanzas.
Es un libro de lectores. Hipócrita lector, traiciona este libro. Para saber los últimos días de Gabriel García Márquez, la relación con los hijos, difícil vivir bajo la sombra o el peso de ese tremendo escritor, quizá por eso sólo mantiene el García, quizá por eso los dos hijos antes que vivir el drama de Caín y Abel se van a cultivar otras tierras., sin cometer parricidio o matricidio. Rodrigo cuenta que así como Gabo quería que estuvieran unidos la víspera del cambio de siglo y de milenio, así como esbozaba explicaciones sobre la cercanía de la muerte, también quiso saber de su trabajo y le propuso escribir un guion juntos. Esto no se pudo realizar. El cine de Rodrigo García es incitante y de fina realización, sin tener que recurrir al refuerzo del Márquez. Y aquí es un hijo que pierde ese vínculo, que ve sumirse al hombre en la muerte, como cualquier otro. No será eterno el cuerpo del autor, aunque su obra desafíe el gran dictado del fin.