A contrapelo / Luis Rojas Cárdenas
Nací chimuelo, como la mayoría de los humanos. No fui de los afortunados neonatos que emergen de las entrañas maternas armados con una afilada dentadura de leche. Después de todo, no es cosa de envidiarse esa diferencia que hace distintos a los recién nacidos, porque la fortuna de estas criaturas no tarda en convertirse en desgracia para sus madres; quienes, luego de amamantar a sus bebés sufren los estragos de esas “diminutas ferocidades”, y terminan con los pezones como goma de mascar. Algunas lactantes, impasibles ante la menuda descarga de mordiscos de sus críos, un tanto avergonzadas, se lamentan: cuando este niño sea grande, con toda seguridad, va a ser funcionario de ventanilla en el gobierno.
La sonrisa es el pedestal de la imagen, pero la mía es renga. Nunca pude abrirme el camino de la vida a dentelladas. Tengo una ventana de un centímetro, entre el incisivo y el canino superiores, lo que provoca que, a simple vista, cualquiera que mire mi encía piense erróneamente que estoy chimuelo. Toda mi vida he tenido ese agujero en la boca. No siento la ausencia de un diente que nunca ha existido. Las peores vergüenzas por un diente que parece faltar y no falta, ya pasaron. Quienes ven el hoyo en mi sonrisa pronto se acostumbran a mi desdentada facha, aunque nunca dejan de decirme chimuelo. Ya estoy acostumbrado a que me llamen así, pero no resignado. Además, no entienden que mi mayor frustración es que nunca pude silbar.
Para el común de los mortales, la imagen es fundamental, mostrar una mazorca como anuncio de dentífrico es su forma de realización personal. Es común ver, en los baños de la oficina, a los compañeros de trabajo haciendo buches de agua oxigenada para lograr una blancura destellante. Creo que las personas que se ponen dentaduras postizas lo hacen porque no están de acuerdo con lo que son, no se aceptan a sí mismos. Aquellos que, en sus desbocados deseos por disfrazar sus carencias y caries, se ponen implantes, no están demasiado lejos de quienes se inyectan aceite lubricante de motor en los glúteos para darse seguridad, y disfrazan con silicona lo que la naturaleza no les dio. ¿Por qué no buscan la belleza en lo que no se tiene?, como la estatua de la Venus de Milo que es más hermosa por la falta de brazos, o las Amazonas que lucían su hermoso cuerpo luego de cercenarse un pecho para que no les estorbara al momento de disparar el arco, o Sara García que se quitó casi la mitad de sus dientes para interpretar un bello personaje de edad avanzada.
Para mí la apariencia no significa demasiado, así soy y me acepto molacho, pero mentiría si dijera que no me apena mi dentadura. Puedo comer con ese hoyo interdental, y no estoy presumiendo ser como el más chimuelo que masca rieles; porque, a decir verdad, hay ocasiones que me trago los bocados sin masticar y, en resumidas cuentas, el trabajo de los dientes se lo dejo al estómago.
Mis amigos prefieren no tocar el tema de mi diente, supongo que debido a que conocen la virulencia de mi posible respuesta, algunos tratan de ser sutiles con sus comentarios, pero resultan ridículos: Mi dentista me ha hecho unos trabajos que parecen magia, si quieres te paso su tarjeta, dicen mientras sonríen para presumir la magia en su boca. Para no contrariarlos, siempre les contesto que ya tengo una cita programada, pero en realidad he decidido quedarme desmolado por lo que me resta de vida.
Desde que era bebé, el cerco de mis dientes brotó con demasiadas irregularidades, mis primeros “cinco azahares” me salieron más chuecos que un abogado laboral propatronal. ¡Qué chistoso bebé!, le están saliendo desalineados los dientes, decían los adultos al verme la cavidad bucal, cuando una tía me exhibía como si fuera un fenómeno circense.
Durante la primera dentición, mis encías se fueron poblando con irregulares amojonamientos de marfil, sin que nadie hiciera mucho caso a la evidente oquedad que se me formaba. Cuando mis padres sospecharon que me iba a quedar chimuelo de por vida, en un arranque de preocupación me llevaron a consulta médica al Seguro Social. El doctor, luego de levantar mi labio y tallarme la encía con su pulgar, se rascó la cabeza y determinó: mejor esperen a que le cambien los dientes, si persiste el problema hay que mandarlo con el especialista; por lo pronto, esperemos. Pasó la muda y mis dientes nuevos crecieron sin ninguna armonía, cada uno agarró su propio rumbo, brotaron por donde se les dio la gana.
Durante la infancia me acostumbré a que me dijeran Chimuelo, Molacho, Molenque, Desmolado, Desdentado o Dientitos, pero esa forma con que me llamaban no me ocasionaba graves conflictos, se me hizo un caparazón duro como la dentina; después de todo eran apodos meramente descriptivos. A algunos compañeros si les afectaba el apodo que les ponían, como pasaba con el Tarugo, un chiquillo con mala estrella a quien todo le salía mal, cada vez que le gritábamos su sobrenombre nos botábamos de la risa; pues, como no le gustaba que le dijeran así, se atolondraba tanto que empezaba a actuar con torpeza y a cometer tarugada tras tarugada. Mi preocupación más grande durante mis años de infancia fue producto del temor de saber que no me traerían nada los ratones a cambio de un fétido diente barrenado por la caries, como a mis amigos que recibían billetes de veinte pesos por un incisivo de baja ley.
La tan esperada muda no me sirvió de nada. La nueva hilera de dientes, aparte de chueca, salió con grandes espacios de encías pelonas, sin sus pilares de marfil. Además, resultó que la dentición permanente me salió de pésima calidad, pronto se me picaron las muelas y eso que nunca me atreví a destapar refrescos con los molares, como lo hacían mis amigos. Mi padre que era de soluciones prácticas y siempre resolvía los problemas literalmente de raíz, a la primera queja, de inmediato me llevaba a la Clínica Prensa, allá por el rumbo de la Villa, para que me sacaran la muela. Así fue como, antes de los 15 años, me quedé sin tres molares.
Aunque, aprendí a triturar los alimentos con el paladar y la lengua, un dentista me garantizó una sonrisa Colgate y accedí a que me pusiera frenillos. Así empecé a sufrir una nueva penitencia. Molares, incisivos y caninos empezaron a viajar por mis encías de un lado a otro como patinadoras sobre hielo. Los fierros tensores, en algún momento, lograron que toda mi dentadura superior se inclinara a 45°. Luego de unos meses el colmillo izquierdo se emparejó con el arco de cupido de mi labio, lo que hizo que me pareciera al personaje de los Simpson, Gummy Joe, quien con su único diente abre latas.
Me familiaricé con el consultorio dental, con sus instrumentos: espejos, fresas, jeringas, sondas, espátulas, alicatas, fórceps, y las infaltables pinzas que cotidianamente apretaban o doblaban un alambre y aflojaban otro, pero llegó el día en que mis dientes decidieron no moverse más. El dolor de quijadas me doblaba y los dientes permanecían inmóviles, no quisieron desplazarse ni un milímetro. Decidí no regresar con ese torturador. Intenté quitarme los brackets, frente a un espejo, con unas pinzas de electricista, pero sentía que los arrancaba con todo y dientes. Mis amigos me recomendaron una odontóloga que quiso poner en su sitio mi dentadura, pero al mes se dio por vencida. Con radiografías en mano sentenció: es inútil, no ceden, tiene los dientes anquilosados, y procedió a retirarme los fierros de la boca. Un espejo me avisó que mis dientes superiores habían perdido su eje y se me cargaron a la derecha. Para mejorar mi imagen me puso un diente falso en el hueco. Salí feliz con mi sonrisa de ilusión, pero, a los pocos días, el trozo de resina pasó a formar parte del bolo alimenticio al darle una mordida a una concha de chocolate.
A veces me sueño con un diente de oro que lanza destellos y todo el mundo envidia. En otras ocasiones, en el ensueño me veo con diamantes incrustados en los incisivos, como los del boxeador Pipino Cuevas, pero esas ilusiones se tornan en pesadillas y me despierto sudoroso con la imagen de mi cuerpo yerto, tirado en un terregoso camino, con la “mandíbula descoyuntada a fuerza de golpes”, con los dientes arrancados de cuajo, y escucho una voz como la de un cuento de Francisco Rojas González, que dice: “¡Quién le manda trair tesoros en el hocico!”