Víctor Corcoba Herrero / Algo más que palabras
De un tiempo a esta parte, nos invade la partícula del desconsuelo, con la implicación de que todo se desmorona y deshumaniza. Parece como si nos estuvieran poniendo a prueba, con un aluvión de dificultades sin precedentes. Se desestabilizan los proyectos de vida, se rompen las alianzas, se invierten significantes y significados, se pone en boga la negación, se acuchilla con la mirada y el corazón se endurece como un peñasco, tras ser triturado a deshora, desorientado y descaminado. En consecuencia, retornan las batallas, mediante el lenguaje más deslenguado y despavorido, hasta el extremo que estamos experimentado dolorosamente un deshacernos de nosotros mismos, truncando vínculos y desechando sonrisas, en medio de una euforia tecnológica sin alma. El contagio es tan desesperante como desconcertante, lo que nos exige buscar otra orientación para nuevos andares más poéticos que poderosos. Nos apremia bajarnos del pedestal y ponernos a desenmascararnos en profundidad y con sentido responsable. Quizás esta sea la primera de las tareas que debamos llevar a buen término, al menos para huir de la depreciación del linaje del que todos formamos parte, como latido indispensable que somos, para conjugar el buen ser con el saber estar viviente. Sea como fuere, jamás le pongamos grilletes a la esperanza, descorchemos sus anhelos y convidémonos para sintonizar con la moralidad de sensaciones donantes.
Nos merecemos un despertar existencial más lúcido y gozoso para crecer como humanos y no como borregos. La cuestión es despegar, estar en disposición de que se comprendan mejor los valores comunes, para generar una mayor conciencia sobre los modos y maneras de vivir. Sin duda, hay que fraternizarse, propiciando el bien colectivo a través del respeto mutuo y de la consideración hacia todo lo humano, si en verdad queremos un entorno que favorezca la paz. La cuestión está en saber ser y en hacer lo que se debe, no en deshacerse y en desmoronarse. No hay mejor valor que aprender a valorarse y a quererse. Por eso, frente a la incertidumbre que nos descuartiza y la división que nos atemoriza, nuestro comportamiento ha de ser de certeza y de preservación de los diversos ambientes, tanto naturales como humanos. Está visto que todas las culturas tienen que mejorar sus prácticas. Si hay algo que tenemos que devaluar son, precisamente, las fronteras y los frentes generados, que nos enturbian la convivencia, con riadas de desconfianza. Estimo fundamental, mejorar los aires con el arreglo pacífico de los conflictos. Por desgracia, en el mundo se continúan adoptando actitudes inhumanas, cometiendo actos de intolerancia y delitos de odio, contra determinadas personas con el único motivo de pertenencia a una etnia, creencia, género o su orientación sexual. La carga de inmoralidades nos enfrenta como jamás y la agitación social se embadurna de intereses corruptos, en demasiadas ocasiones, lo que nos deja sin palabras.
Indudablemente, este cúmulo de talante deshumanizador nos desquicia por completo. El pueblo en su conjunto, con los responsables políticos a su cargo, debe empezar de inmediato a desarrollar un proceder positivo y transparente, para abordar la multitud de desafíos que nos ahogan. Unidos hemos de crear, un consenso social en torno a una estrategia solidaria, para aliviar los tormentos a los más vulnerables. De una vez por todas, dejémonos de engañar y abstengámonos de provocaciones, privilegiemos la vía de la concordia. La cultura del abrazo, a golpe de corazón, debe gobernar todos los abecedarios terrestres, respetando los principios humanitarios de neutralidad e independencia. Por desdicha, nos hemos acostumbrado a negar todo aquello que no entendemos, así como a invertir situaciones a nuestro antojo, sin reponer el sentido común. Toca transformarse, ir a contracorriente muchas veces ante el cúmulo de valores que están degenerados o enviciados, si en verdad queremos evolucionar hacia otros horizontes más tolerantes y solidarios. Todo parece negársele a los últimos como siempre, mientras los poderosos se hacen cada vez más pudientes. A poco que nos observemos, concluiremos que los débiles continúan sin recursos para defenderse. Esta es la triste realidad a la que nos estamos acomodando en todos los rincones del planeta, cuando es necesario indignarse, porque al fin las injusticias más pronto que tarde nos pasarán factura a toda la especie. Necesitamos, efectivamente, un espíritu de comunión humana y un cuerpo de unión vinculante, en la que se apueste por la auténtica existencia y por la naturaleza adyacente, sin exclusiones de ningún tipo.
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